viernes, 28 de enero de 2011

Arpegios incansables de un músico "Beckettriano"

Somos lo que nuestras influencias modelaron en nosotros.



Philip Glass

Auditorio de Diputación
Sábado 22 de Enero.




Si atendemos a la definición de minimalismo como una reiteración paulatina de secuencias melódico-rítmicas que en el transcurso de un tiempo determinado van transformándose y transmutando, al tiempo que se van produciendo variaciones tímbricas, polifónicas, melódicas y rítmicas, tenemos que calificar a Philip Glass como un contumaz minimalista. Pero si además estamos de acuerdo en que también gusta de trabajar reiteradamente en la generación de grupos o series fijas de notas que actúan como tema central y suponen el eje de partida de desarrollos musicales posteriores, armónicos o melódicos, progresiones, estructuras, o variaciones de los materiales; también podemos decir de él que es un músico al más puro estilo del serialismo de Schönberg o Stockhausen.




Pero también podríamos añadir de él que es un músico muy peculiar y personal, lo que ha llevado a diferentes críticas a lo largo de su carrera, precisamente por esa persistente mismidad. que le lleva a un minimalismo que podríamos definir como de corto desarrollo, en contraposición a otros autores más imprevisibles y de mayor complejidad en el desarrollo de sus ideas musicales.

Glass nos invitó a un viaje por su repertorio a lo largo de tres décadas. Prolífica carrera a lo largo de la cual ha investigado en los campos de la ópera de cámara, la de gran formato, las bandas sonoras y los estudios personales. Pero siempre dentro de sus cánones y patrones de composición y sonoridad.

Juega con el tiempo, explora en él, introduce una nota diferente, repite, itera, desvirtúa el patrón y lo rehace. Vuelta a empezar; son como piezas del lego que pueden ser montadas y desmontadas a placer durante horas. Este es su encanto, su austeridad en el uso de las armonías y melodías, pero las que usa son exploradas extensamente en cada pieza. Sus incansables arpegios y transiciones tonales invitan a entrar en esos típicos estados de trance en los que te dejas llevar por la música mientras tu cerebro puede estar en otras cosas. Por mucho que el quiera negarlo, su paso por el budismo dejó su huella indeleble en su música: un Om, un Mantra que mece sus partituras. Ese ritmo aditivo y ese tempo, fruto de sus trabajos sobre la obra de Samuel Beckett: Somos lo que nuestras influencias modelaron en nosotros.


Es evidente que el paso de las décadas y sus múltiples colaboraciones han ido moldeando su música, como pudo apreciarse en el concierto del sábado, al igual que sus contactos con la lírica. Pero también se hizo evidente que los cambios no han sido excesivamente apreciables. Probablemente lo que ha llevado a muchos críticos a escarbar en su senescencia; a hurgar en algunos signos de agotamiento o a evidencias de su propia entropía musical.


Pero nada de esto evitó que Philip Glass llenara el auditorio hasta límites insospechados y muchos de sus seguidores se quedaran sin entrada; una lástima pues mientras, en el interior de la sala, gente probablemente invitada o de las que suelen anidar al calor del “ser culturalmente correcto”, jugaban con sus móviles o atendían a su red social, produciendo ese curioso efecto de las lucecitas entre el público. Pero Glass consiguió esa íntima conexión, ese apenas imperceptible cambio de ánimos en los que oyen su música. Y su sencillez y complejidad a un tiempo, tanto musical como personal, ayudó a acercar aun más a público y músico como en un acto privado.

Su presencia recatada y casi tímida, recordó a aquel joven de los setenta que trabajaba de taxista y reparador de electrodomésticos para poder vivir mientras estudiaba y componía.

El compone e interpreta como si desmontara y montara en sus tiempos de mecánica: pieza a pieza, nota a nota, una a una va encajándolas hasta encontrar el modo de que funcione la maquinaria y siga consiguiendo ese estado de suspensión de los sentidos atemporal que provoca en su público.


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